3.10.09

Un viejo cascarrabias se relaciona con la gente y hace cosas

A una cabeza lúcida se le entrega la misión de hacer los ajustes apropiados en un guión cinematográfico. X es hombre o mujer, una figura hipotética que ocupa un puesto común en un negocio popularizado y con un sueldo estándar en el sector terciario, y ahora, además, es el encargado de realizar la revisión.

Todo mérito de X ha sido aparecer ileso y en el centro, saludando, tras la operación quirúrgica de promediar la población.

Su misión debía ser llevada a cabo por una persona ajena hasta ese momento al proceso creativo, y se intentará que el resultado de la corrección -si es que hace falta corregir algo- sea lo más accesible posible al gran público. Se confía en la opinión de X y se le pide encarecidamente que mantenga una mente abierta y analítica.

La película es Gran Torino, se establecen los plazos, se aclaran las dudas.



Se entiende que lo que gusta a todos los componentes debe estar presente en la película y al mismo tiempo ésta debe llenar a todos por igual. Existe una idea central que debe ser bien recibida por la inmensa totalidad de los espectadores. Esa idea central podría verbalizarse en: un viejo cascarrabias se relaciona con la gente y hace cosas. También: el viejo cascarrabias es Clint Eastwood, Clint Eastwood hace cosas. Es un buen primer paso, pero hay piezas que podrían chirriar y que hay que buscar a su debido tiempo. El viejo se llama Walter Kowalski y tiene un Gran Torino en el garaje. Walt Kowalski es, además, un inadaptado. El ladrón se llama Thao Vang Lor y quiere el Gran Torino del garaje. Thao Vang Lor es cobarde y mongoloide. Las alocadas aventuras que pueden vivir tras superar su conflicto de intereses se prevén graciosas, pero pueden no serlo tanto si recuerdas que tienes que hacer que alguien le vuele la cabeza a alguien porque te lo piden desde sus butacas un millón de guajes.

Luz pasando por un vaso de agua destilada proyecta un reflejo ambiguo sobre la mesa debidamente blanqueada. Esto es lo mismo, solo que el reflejo no tiene límites y el vaso es tan pequeño que resulta insignificante en plano general de la escena. Lo ideal, claro, habría sido hacer aparecer en el vacío flotante una masa perfectamente representativa del respetable y experimentar con ella para evitar futuras sorpresas. Y para conseguir eso tan sólo se puede proceder de una forma.

Primero

La mente creadora de X genera nuevas ramificaciones de su naturaleza normal, como si fueran proyecciones demasiado ampliadas de sí misma. Algunas neuronas se mueven, se ponen en contacto con otras: se presentan, se acarician y se dan el lote, de alguna manera.
Se activan partes del cerebro y entonces aparecen las sillas, sillamesas, púlpitos cada tanto y estrados repartidos de una forma que a simple vista parece algo irregular. Retratos, entre otros, de Murnau, de Clive Owen y de un morador de las arenas descansan contra una pared (algo más allá se intuye el mismo retrato de Clive Owen con un marco ligeramente más oscurecido) mientras ésta se va enyesando sola. La pared es única y universal, en forma de recta. La recta es el perímetro de un círculo infinito, y dentro de ese círculo se encierra en simposio todo el primer mundo, es decir, todas sus posibilidades combinatorias. Se despliega la mente en forma de laboratorio experimental, de mesa de operaciones y de sala de actas. Se cierran vomitorios imaginarios y la masa (X la intuye cansada y atonal) queda encerrada.

Bueno, qué ejercicio más inútil habría resultado el intentarlo. Extrapolando ésto a la mente humana, sumándole el factor de tiempo limitado y contando con que X sólo puede prestar atención a no más de 3 individuos a la vez y focalizarse en sólo uno, no tardará uno en darse cuenta que, en suma, sólo se llega a recrear la sala con la forma finita y fluctuante de un protozoo. La pirotecnia y los efectos especiales de la sala infinita ni siquiera han durado un ápice que se pueda medir temporalmente, pero es lo que hay.
Queda un sólo púlpito, y la inmensidad de componentes de la sala infinita se ha visto reducida a unos cuantos personajes representativos.

Los psicópatas del palo de hockey son representados como jóvenes con cazadora, pantalón militar y casco de moto que, efectivamente, empuñan un palo de hockey, debaten, se lanzan sillas y aúllan, un par de de actores porno (los únicos representantes latinos de la sala), el niño de gorra ladeada, el mendigo-tirado-en-la-explanada, la madre primeriza y algunos más, pero en ningún caso los ocupantes de la sala imaginaria superan los cien.

La mecánica de adaptación al gran público que hay que seguir como una línea de la que hay que procurar no salirse es fácil hasta cierto punto. Todo debe quedar debidamente equilibrado en la balanza de opiniones y sentimientos a favor y en contra para hacer feliz a la gente y, en el fondo, recuerden a Eastwood como el puto genio que es. Un ejemplo no demasiado válido pero que servirá para hacernos una idea sería: Walt Kowalski dice palabras feas y traumatiza a niños. Walt Kowalski muere.

Todos los esbirros de la muestra dan una opinión favorable de la película. En un momento dado el cabecilla de los psicópatas del palo de hockey, con sendas balanzas de Anubis tatuadas en las mejillas, dice que no hay las suficientes armas. Luego se averigua que durmió durante la mitad de la proyección. Todas las visiones encajan perfectamente, no parece haber ningún fallo significativo. Sólo el orangután resta impasible flexionado sobre las rodillas y durmiendo. Parece que en cualquier momento dirá algo memorable, pero no es el caso.

En realidad, sí. El hombre naranja de la selva se descuelga de su neumático y empieza a hablar por los codos. Y entonces aparece ante todos, se muestra y a la vez se ve aquello que hasta ahora mantenía separada la película de lo enmarcado como obra maestra. Los pandilleros psicópatas corean a voces, las madres sueltan la lagrimita, el orangután hincha el pecho con la satisfacción de quien ha presenciado algo digno, por fin, digno de verdad, Pajarito Gómez y Sansón Fernández aplauden llenos de júbilo, el niño ríe y llora a la vez, feliz y temeroso de que lo vean sus amigos.

Gran Torino es, ante todo, un drama. La vejez y el acartonamiento físico y de espíritu crean un ruido de fondo constante, pero también queda marcado el cambio generacional. Mientras que la muerte lo impregna todo, una amalgama de sentimientos positivos intenta trascender la película. Un retazo de amistad, la voluntad de sacrificio, la promesa de un futuro prometedor, entre otros. Sin embargo, y esto desagradó al equipo productor una vez detectado, lo positivo quedaba demasiado restringido al ámbito humano de un lugar y un tiempo determinado. Le faltaba al producto final un algo atemporal, un coro que enmarcara toda la realidad, decían, les parecía, y sonreían al saber cerca la solución. Quizás un testigo de la naturaleza -pensaron, pensó X-, a la que hay que apreciar y no olvidar nunca porque, al fin y al cabo, es la única que asiste cada día a las idas y venidas de la humanidad con total y sufrida pasividad, pero aportando la base para hacer posible todo lo que los manuales de ciencia recogen como posible. A ello, dijo el orangután, hay que referirle aunque sea un mínimo homenaje, englobarlo también en este sentido abrazo que quiere traspasar el celuloide.
La única modificación que se hizo en el guión a instancias de X se da en la última escena. De una forma significativa, la chica que acompaña al joven en el coche es sustituida eficientemente por un perro.

2 comentarios:

Mannequin dijo...
Este comentario ha sido eliminado por el autor.
Anónimo dijo...

Leyendo el título y unas palabras sueltas (viendo que el contexto era un guión cinematográfico) he pensado automáticamente que se trataba de casi cualquier película de Woody Allen protagonizada por él o, en su defecto, ésta última suya.