8.3.10

Tu primer día en la clase de los girasoles

En una rápida concatenación de movimientos pegas dos fuertes tirones y consigues arrancarte al urogallo de encima casi al mismo tiempo que te raja por dos partes del costado derecho. La situación ya pintaba muy jodida desde el principio, pero no sabes hasta qué punto las roderas de sangre que se te van dibujando en el tórax pueden conducirte hacia una muerte prematura. Aunque sólo actúas evitando el dolor, sí eres capaz de imaginar algunas estrategias. Así que aprovechas el momento en el que la bestia pega la sacudida contra el suelo para buscar con la mirada a la que llaman la marta. Su silueta asoma como un faro alto por entre el resto de batas azules que, guardando silencio, te encierran en círculo. Ahora agarras al animal y se lo lanzas a la marta con fuerza, pero no llega ni a rozar las batas de la primera fila y se va a estrellar al extremo del medio campo. Te tapas con una mano las dos antepenúltimas heridas, tu piel se abre como plastilina delante de unas tijeras de podar. Una nueva ola de sudor tibio cae por tu espalda mientras del caos de plumas negras que tienes delante vuelve a tomar forma el urogallo, luego te pones en pie y empiezas a dar pasos rápidos, con los puños cerrados y las aletas de la nariz batientes. El urogallo, a su vez, te va rodeando y acercándose a tí al mismo tiempo con movimientos rectilíneos. La sucesión de imágenes, gritos y texturas sobre la piel no aportan ninguna información coherente en esta parte de la narración, y sin embargo la cosa ha debido de ir bien porque al rato te encuentras con las manos volando directas al cuello mientras el pañuelo cosido al bolsillo se tensa bajo tus pies y sobre sus patas. Aunque no lo sepas, la maniobra para poner las piernas en esa disposición ha podido causarte un esguince, pero no te da tiempo para preocuparte demasiado porque una de sus patas se libera y un segundo después aparece una nueva sonrisa brillante en tu costado derecho. Evitas mirártelo, das una patada a algún lado. El urogallo cae, tú detrás, no ves el espolón. Tampoco lo notas. Acercas tu cara a su vientre y lo muerdes. Una nueva rasgadura en la clavícula. Ya está. Las manos se amoldan, toman posición y aprietan. Tres vértebras saltan de su lugar, en alguna parte. Permaneces a cuatro patas y miras a alguien al azar de la segunda fila. Hacia abajo no miras, sólo sigues apretando. Nadie se mueve ni habla, sólo tú. Gritas Halál. En tu lengua, no en la suya. Muerte. Halál. El sol brilla.

27.12.09

Una historia de lo breve

*
Entra a los vestuarios y recorre dos veces el pasillo para asegurarse de que no ha quedado nadie por las galerías y habitaciones. Se dirige a la del fondo y cuelga la mochila en una de las perchas torcidas, luego dobla el jersey y lo apoya en el banco central, se agacha y se estira sobre el banco boca abajo, haciendo brillante la madera pulida del banco al contacto con una frente grasienta. Luego se coge a uno de los bordes y se da impulso hasta sacar la cabeza por un lado, dejándola suspendida sobre el suelo. Empieza a palparse la cabeza y a hablar en voz baja.
Olmongk-d'Un Arpkteaba, ayúdame ya oh oh Olmonkgk-d'Un me arrepiento de lo de la silla y de lo del balonazo me arrepiento, necesito ese favor salva mi alma ahora que estoy vivo y activo las tres zonas del arrepentimiento, y sigue palpándose diferentes partes de la cabeza, sin variar en el orden de la secuencia. Oh joder espero que te llegue pronto esto Olmongk-d'Un Arpkteaba. En un minuto ya está casi gritando a lloros, aspirando lentamente el aire para producir los sonidos medio gorjeantes que van dando impulso cadencialmente a un fino hilo de saliva que se descuelga desde su labio inferior. Su mirada de enajenado viaja por las paredes hasta posarse en la cara del conserje, destacando sobre el fondo blanco de su bata y la pared. Medio segundo y la letanía se para en seco tras la mandíbula tensa. Mantiene la mirada clavada en el suelo. Los dedos se retuercen dentro de las deportivas y cierra fuerte los ojos. Luego alza la vista y se encuentra solo otra vez, se levanta del banco, se ajusta las correas de la mochila y sale encogido de los vestuarios arrastrando el jersey, sin mirar a los lados, y nadie en todo el transcurso de la historia vuelve a pronunciar jamás el nombre de Olmongk-d'Un Arpkteaba.