11.12.08

Descenso al infierno Disney

Fermín empezaba a estar nervioso ante la perspectiva de llegar tarde a su cita: las cosas o se hacen bien o no se hacen. En aquel caso, se había demorado un cuarto de hora pretendiendo honrar la memoria de cierta paloma moribunda encontrada en la acera. Su reciente incursión en el mundo de la fotografía no le había reportado por el momento resultados demasiado aceptables (el suelo había quedado demasiado enfocado, en detrimento del animal). De todas formas, quince minutos perdidos que en relación a la empresa que les ocupaba podían resultar decisivos. Si Anacleto tenía que esperar mucho rato su llegada existía la posibilidad… no, la certeza, de que su nerviosismo le hiciera regresar a casa. Eso no debía ocurrir.

Llegó jadeando al punto de reunión: entrada a la tienda Sfera de l’Illa, justo enfrente del parque. Anacleto no estaba allí: lo encontró dentro, sección camisas.

Al atravesar la barrera invisible de los detectores y llegar junto a su amigo, Fermín se quedó mirando el reflejo de ambos en uno de los espejos. Se estudió detenidamente a sí mismo durante unos segundos: greñas de color negro totalmente descuidadas dejaban ver por la parte central una cara alargada de cejas gruesas y barbilla cubierta de pelo, aunque las mejillas hacía tiempo que tampoco veían la afeitadora. Vestía una chaqueta oscura, tejanos y las deportivas outdoor de siempre, ya muy gastadas. En una mano llevaba una botella de horchata a medio beber recién comprada en un supermercado; en la otra sujetaba por la base una bolsa de papel de la Fnac que contenía un par de libros de Irvine Welsh. La sagacidad de sus ojos no se distinguía demasiado bien ahora, entre idas y venidas de la mirada a derecha e izquierda, hacia las esquinas y en derredor.

-Por aquí no pone en ninguna parte que no se pueda comer dentro, me imagino.

-Lo que no sé es cómo nos han dejado entrar a nosotros, con estas pintas.- comentó entre risas nerviosas Anacleto.

Éste era un joven de complexión delgada, portador de lentes inusitadamente gruesas y unos labios que de no ser tan rosados podrían pasar por los de un negro. Su melena y sus peculiares zapatos (parecían la mezcla ente los de un mendigo, un payaso y un jugador de bolos) le habían valido un club de fans en facebook que, con razón, él mismo consideraba como inmerecido. Solía hacer gala de una habitual apostura, y sin embargo todo vestigio de elegancia en el erguirse había desaparecido hacía rato empañado por el abatimiento físico que le perseguía desde que saliera de casa. Al igual que Fermín, rondaba la veintena. Una edad a la que ya no era muy normal ver penes por todas partes.

Anacleto era así: cada día, al salir de casa, un montón de falos asomaban tímidamente a su paso y le saludaban, cobrando existencia durante un brevísimo espacio de tiempo y en exclusivo para él. Sólo hacía falta mezclar inconscientemente sombras, texturas y formas percibidas para descubrir una palpitante verga en farolas, buzones, palmeras, rascacielos, esculturas. En autobuses, cadenas, semáforos en rojo, cepillos de autolavado, la porra de un mosso d’esquadra, patos nadando en el estanque. En ese mismo momento contemplaba embobado un príapo de color fucsia cuidadosamente anudado alrededor del cuello de un maniquí. Opinó que parecía confortable.

-Anem.

A su paso por el centro comercial, Fermín notaba cómo molares y premolares rechinaban al unísono. De vez en cuando se podía percibir como un canon entre las dos hileras opuestas. Se empezaba a arrepentir de todo aquello; ahora recordaba la conversación mantenida tres días antes con el que avanzaba a su lado y deseaba que no se hubiera desarrollado así. Estaban en la habitación de Anacleto, tumbados boca arriba en el suelo escuchando lo último de The Mars Volta como los jóvenes de vuelta de todo que eran, cuando Fermín advirtió el incómodo silencio que se había formado en mitad de su conversación.

-Necesito que me devuelvas el favor- había dicho el de las gafas. Ya hace mucho que te enseñé todo lo que sé de photoshop de forma totalmente gratuita. Dos horas a la semana, tío, y a veces hasta tres. Me lo debes, y además te dije que más adelante necesitaría tu ayuda.

-Está bien... Joder. Espero que no sea pactar un trío con tu hermana.

Lo había dicho de broma, pero lo cierto es que se empezó a poner nervioso al malinterpretar cómo el otro tragaba saliva.

-Me he quedado sin porno.

La frase cayó como un mazazo sobre Fermín. Aquello que acababa de oír podía acarrear consecuencias tan y tan terribles tratándose de Anacleto que empezó a sentir una presión a la altura del estómago, centímetros por encima de donde la estaba sintiendo su compañero en ese momento.

-¡Vivediós! ¿Cómo ocurrió todo?

-Simplemente pasó -apenado, Anacleto bajó la mirada-. En mi familia nos estamos cambiando de Jazztel a Telefónica, y hace ya cuatro días que la señal de internet desapareció.

-¿Y en el disco duro?

-Qué coño hablas, no tengo porno en el disco duro -fueron las palabras escupidas, como en respuesta a una ofensa-. Podría verlo cualquiera de los que viven aquí. Además, yo soy más de streaming, u know.
Desde luego, por muy liberales y modernos que fueran en el centro donde Anacleto estudiaba Ilustración, nadie estaría dispuesto a tenerlo cerca en el aula de ordenadores. Ni siquiera cortinillas individuales de por medio.

-¿Es una mancha de tinta eso de tu cama?

-No, tengo el semen lila.

Y todo apuntaba a que estaría al menos mes y medio sin internet. Necesitaba un material siempre accesible y que valiera para muchas veces. Fermín ya se daba cuenta de por dónde iban los tiros, aunque no comprendía para qué se requería su ayuda. “En fin, si le consigo algo quizás deje de dibujarme pollas por el Messenger”. Estaba al corriente de los dudosos gustos de su amigo en ese ámbito, pero jamás llegó a imaginarse lo que le propondría.

Una princesa Jasmine. De plástico macizo y de unos 20 cm. “No podía contentarse con cualquier bizarrada, el mamonazo. Tenía que elegir un punto de venta al gran público como aquél para calmar sus bajezas sexuales.” De todas formas, Fermín era un hombre de palabra, y no quería irse de vacaciones con aquella carga de conciencia. En principio.

De modo que allí estaban los dos, delante de una tienda oficial Disney. Para afrontar aquella tarea era necesario ser más de uno, eso era seguro.

Con pasos cautelosos los dos penetraron en el establecimiento, abarrotado de gente por la proximidad de la Navidad. Anacleto reprimió un gemido de angustia al poner el pie izquierdo en la zona donde el suelo cambiaba de color. Allí estaban de más, los niños jugaban ajenos a todo lo sórdido del planeta mientras los padres, rebosantes de alegría contemplaban cómo sus angelitos se divertían con poca cosa.

Un minuto después, Fermín intentaba hacer ver que estaba muy interesado en el muñeco articulado de Buzz Lightyear: fracasaba miserablemente. En un momento dado, el otro le hizo una seña. Se acercó al tiempo que oía un susurro, “acabemos rápido con esto”, y pensó que quizás aquél ruido sordo era la primeria evidencia real de intenciones ocultas que se daba entre aquellas cuatro paredes, aquél templo consagrado al espíritu infantil. Estaban ahora en la sección para niñas. Allí sobraban demasiado, allí sí que eran escandalosamente estridentes.

-Los niños nos verán aquí, te digo. Nos verán rodeados de rosa, putas mierdas y faldas de tutú. Estamos acabados.

-No estamos acabados. ¡No estamos acabados, coño! ¡Mira!

Allí estaba la figura. Jasmine se había despojado de la protección de su palacio y les miraba desde detrás del plástico transparente, invitadora. Ninguna cimitarra se alzaría contra ellos si la tocaban. Se quedaron absortos mirando cómo brillaba la caja. Flamante. No oyeron cómo a sus espaldas los padres se apresuraban en empujar a sus hijos fuera de la tienda, cómo las dependientas tensaban nerviosamente sus dedos repiqueteando encima del mostrador a la vez que se hacía el silencio en aquella parte de la tienda. Silencio que sólo consiguió romper el golpe de un bate de béisbol de plástico contra una estantería.

Los dos tardaron lo mismo en girarse. Lo mismo tardaron sus caras en descomponerse por el miedo.

Allí estaban Max, Erik y el resto de sus esbirros de nueve años y gorra ladeada.

-Vaya, vaya, vaya... Mirad a quién tenemos aquí.