26.10.09

La ida del hombre avestruz

El director Carolan, muerto la noche antes, se dispuso como cada mañana a pasar revista a su cuadrilla personal de negros tísicos. Y, a pesar de que delante de su cabaña se agrupaban bastantes más de los necesarios, el barrido visual de reconocimiento no se demoró más de lo estrictamente necesario. En todo caso, cabezas iguales unas a otras, mordidas por el Sol y la tierra; y piernas apiñándose en la grava, agitadas por la misma desesperación de hambre canina.
Asentados sobre el polvo, los salvajes miraban hacia el frente, y allí no había nada más que Carolan.

Carolan se reía de ellos bajo las poleas.

Los oficiales, el cocinero y el secretario habían huído en el último de los vapores-correo que llegaban desde la costa cada tres meses, pero allí quedaba él, tieso como una estaca en suspensión.
No sólo era la severa mirada oblicua. Años de mansedumbre programada ligaban al colonizador con las masas estertóreas de aquella colonia, más alguna que otra ventaja potencial sobre el medio... que ellos contribuían a destruir.
Con la barbilla hincada en el pecho inició el último tramo de su ascensión con siete docenas de miradas atónitas clavadas en los talones.

Lo encontraron tirado en el suelo de su cabaña con una cadena rodeándole el cuello. La biga se había partido y su cuello también. En la pared de madera enfrentada a la puerta se había dibujado un gran arco ojival encabezado por una corona y la palabra magoa repetida con cierto desorden. Se había atado al tronco y a los brazos muchos plumeros de avestruz de los que allí se manufacturaban. Y sin embargo, no importaba si hablaba o callaba, o si se movía gritando órdenes o decidía dejar de moverse. Era el director Carolan, inclinando la cabeza a sotavento, el último hombre blanco.

Congregados todos de una vez, la casta guerrera miraba al frente y dudaba ante la pasividad del amo. Una puesta a prueba sólo es aceptable cuando hay margen de maniobra más allá de las actividades que requiere la supervivencia.
De la desordenada conglomeración de toses y espaldas encogidas apareció una lumbre, broma bajo el sol de África, y fue siguiendo un recorrido no programado por entre las masas, moviéndose con rumbo aleatorio.

Tocar al hombre blanco, hable éste o no, sería impensable. En una tarde tiraron las cuatro paredes de la cabaña y dejaron la plataforma alzada sobre troncos a la orilla del afluente. Con temblor en los brazos engancharon la cadena que se le ajustaba perfectamente al cuello a un garfio. Aprender a manipular la grúa les llevó otro tanto, pero los esfuerzos del salvaje no consiguieron borrar la expresión burlesca del levitante, con media lengua afuera y la cara plegada sobre sí misma.

Tímidamente asomó el puño, y los pantalones prendieron. Entonces las últimas cualidades humanas de Carolan desaparecieron, los sencillos mecanismos chirriaron y la inmensa ave pareció haber cogido una bolsa de aire con la que ayudarse a subir más y más. Los círculos de la informe imagen en fuego iban creando anillos de humo que enmarcaban toda la escena. El murmullo de la pluviselva congoleña filtrándose entre los troncos gruesos y en todas direcciones en un hormigueo danzante.
Lo abrupto del estallido que colmó el rito marcó el final. Carolan pareció disolverse en el aire dentro de su peculiar vestido: se encarroñó a sí mismo en una mezcla candente y desapareció como sacando en volandas sus restos de la escena; no quedaron por testigos más que las gentes que allí se hacinaban y sus correspondientes animales domésticos. En la epifanía colectiva el director Carolan se hizo nada, porque el hombre blanco nunca muere.
Algunas bocas se abrieron; todas, sin embargo, callaron.

Los hombres que pudieron verlo, propagaron la experiencia épica y ésta fue pasando de padres a hijos como "La ida del hombre blanco". El resto, tumbados y rígidos como langostas, dedicaron la mañana a descomponerse con pulcritud.

Ilustración de Joan Casaramona

3.10.09

Un viejo cascarrabias se relaciona con la gente y hace cosas

A una cabeza lúcida se le entrega la misión de hacer los ajustes apropiados en un guión cinematográfico. X es hombre o mujer, una figura hipotética que ocupa un puesto común en un negocio popularizado y con un sueldo estándar en el sector terciario, y ahora, además, es el encargado de realizar la revisión.

Todo mérito de X ha sido aparecer ileso y en el centro, saludando, tras la operación quirúrgica de promediar la población.

Su misión debía ser llevada a cabo por una persona ajena hasta ese momento al proceso creativo, y se intentará que el resultado de la corrección -si es que hace falta corregir algo- sea lo más accesible posible al gran público. Se confía en la opinión de X y se le pide encarecidamente que mantenga una mente abierta y analítica.

La película es Gran Torino, se establecen los plazos, se aclaran las dudas.



Se entiende que lo que gusta a todos los componentes debe estar presente en la película y al mismo tiempo ésta debe llenar a todos por igual. Existe una idea central que debe ser bien recibida por la inmensa totalidad de los espectadores. Esa idea central podría verbalizarse en: un viejo cascarrabias se relaciona con la gente y hace cosas. También: el viejo cascarrabias es Clint Eastwood, Clint Eastwood hace cosas. Es un buen primer paso, pero hay piezas que podrían chirriar y que hay que buscar a su debido tiempo. El viejo se llama Walter Kowalski y tiene un Gran Torino en el garaje. Walt Kowalski es, además, un inadaptado. El ladrón se llama Thao Vang Lor y quiere el Gran Torino del garaje. Thao Vang Lor es cobarde y mongoloide. Las alocadas aventuras que pueden vivir tras superar su conflicto de intereses se prevén graciosas, pero pueden no serlo tanto si recuerdas que tienes que hacer que alguien le vuele la cabeza a alguien porque te lo piden desde sus butacas un millón de guajes.

Luz pasando por un vaso de agua destilada proyecta un reflejo ambiguo sobre la mesa debidamente blanqueada. Esto es lo mismo, solo que el reflejo no tiene límites y el vaso es tan pequeño que resulta insignificante en plano general de la escena. Lo ideal, claro, habría sido hacer aparecer en el vacío flotante una masa perfectamente representativa del respetable y experimentar con ella para evitar futuras sorpresas. Y para conseguir eso tan sólo se puede proceder de una forma.

Primero

La mente creadora de X genera nuevas ramificaciones de su naturaleza normal, como si fueran proyecciones demasiado ampliadas de sí misma. Algunas neuronas se mueven, se ponen en contacto con otras: se presentan, se acarician y se dan el lote, de alguna manera.
Se activan partes del cerebro y entonces aparecen las sillas, sillamesas, púlpitos cada tanto y estrados repartidos de una forma que a simple vista parece algo irregular. Retratos, entre otros, de Murnau, de Clive Owen y de un morador de las arenas descansan contra una pared (algo más allá se intuye el mismo retrato de Clive Owen con un marco ligeramente más oscurecido) mientras ésta se va enyesando sola. La pared es única y universal, en forma de recta. La recta es el perímetro de un círculo infinito, y dentro de ese círculo se encierra en simposio todo el primer mundo, es decir, todas sus posibilidades combinatorias. Se despliega la mente en forma de laboratorio experimental, de mesa de operaciones y de sala de actas. Se cierran vomitorios imaginarios y la masa (X la intuye cansada y atonal) queda encerrada.

Bueno, qué ejercicio más inútil habría resultado el intentarlo. Extrapolando ésto a la mente humana, sumándole el factor de tiempo limitado y contando con que X sólo puede prestar atención a no más de 3 individuos a la vez y focalizarse en sólo uno, no tardará uno en darse cuenta que, en suma, sólo se llega a recrear la sala con la forma finita y fluctuante de un protozoo. La pirotecnia y los efectos especiales de la sala infinita ni siquiera han durado un ápice que se pueda medir temporalmente, pero es lo que hay.
Queda un sólo púlpito, y la inmensidad de componentes de la sala infinita se ha visto reducida a unos cuantos personajes representativos.

Los psicópatas del palo de hockey son representados como jóvenes con cazadora, pantalón militar y casco de moto que, efectivamente, empuñan un palo de hockey, debaten, se lanzan sillas y aúllan, un par de de actores porno (los únicos representantes latinos de la sala), el niño de gorra ladeada, el mendigo-tirado-en-la-explanada, la madre primeriza y algunos más, pero en ningún caso los ocupantes de la sala imaginaria superan los cien.

La mecánica de adaptación al gran público que hay que seguir como una línea de la que hay que procurar no salirse es fácil hasta cierto punto. Todo debe quedar debidamente equilibrado en la balanza de opiniones y sentimientos a favor y en contra para hacer feliz a la gente y, en el fondo, recuerden a Eastwood como el puto genio que es. Un ejemplo no demasiado válido pero que servirá para hacernos una idea sería: Walt Kowalski dice palabras feas y traumatiza a niños. Walt Kowalski muere.

Todos los esbirros de la muestra dan una opinión favorable de la película. En un momento dado el cabecilla de los psicópatas del palo de hockey, con sendas balanzas de Anubis tatuadas en las mejillas, dice que no hay las suficientes armas. Luego se averigua que durmió durante la mitad de la proyección. Todas las visiones encajan perfectamente, no parece haber ningún fallo significativo. Sólo el orangután resta impasible flexionado sobre las rodillas y durmiendo. Parece que en cualquier momento dirá algo memorable, pero no es el caso.

En realidad, sí. El hombre naranja de la selva se descuelga de su neumático y empieza a hablar por los codos. Y entonces aparece ante todos, se muestra y a la vez se ve aquello que hasta ahora mantenía separada la película de lo enmarcado como obra maestra. Los pandilleros psicópatas corean a voces, las madres sueltan la lagrimita, el orangután hincha el pecho con la satisfacción de quien ha presenciado algo digno, por fin, digno de verdad, Pajarito Gómez y Sansón Fernández aplauden llenos de júbilo, el niño ríe y llora a la vez, feliz y temeroso de que lo vean sus amigos.

Gran Torino es, ante todo, un drama. La vejez y el acartonamiento físico y de espíritu crean un ruido de fondo constante, pero también queda marcado el cambio generacional. Mientras que la muerte lo impregna todo, una amalgama de sentimientos positivos intenta trascender la película. Un retazo de amistad, la voluntad de sacrificio, la promesa de un futuro prometedor, entre otros. Sin embargo, y esto desagradó al equipo productor una vez detectado, lo positivo quedaba demasiado restringido al ámbito humano de un lugar y un tiempo determinado. Le faltaba al producto final un algo atemporal, un coro que enmarcara toda la realidad, decían, les parecía, y sonreían al saber cerca la solución. Quizás un testigo de la naturaleza -pensaron, pensó X-, a la que hay que apreciar y no olvidar nunca porque, al fin y al cabo, es la única que asiste cada día a las idas y venidas de la humanidad con total y sufrida pasividad, pero aportando la base para hacer posible todo lo que los manuales de ciencia recogen como posible. A ello, dijo el orangután, hay que referirle aunque sea un mínimo homenaje, englobarlo también en este sentido abrazo que quiere traspasar el celuloide.
La única modificación que se hizo en el guión a instancias de X se da en la última escena. De una forma significativa, la chica que acompaña al joven en el coche es sustituida eficientemente por un perro.