En una rápida concatenación de movimientos pegas dos fuertes tirones y consigues arrancarte al urogallo de encima casi al mismo tiempo que te raja por dos partes del costado derecho. La situación ya pintaba muy jodida desde el principio, pero no sabes hasta qué punto las roderas de sangre que se te van dibujando en el tórax pueden conducirte hacia una muerte prematura. Aunque sólo actúas evitando el dolor, sí eres capaz de imaginar algunas estrategias. Así que aprovechas el momento en el que la bestia pega la sacudida contra el suelo para buscar con la mirada a la que llaman la marta. Su silueta asoma como un faro alto por entre el resto de batas azules que, guardando silencio, te encierran en círculo. Ahora agarras al animal y se lo lanzas a la marta con fuerza, pero no llega ni a rozar las batas de la primera fila y se va a estrellar al extremo del medio campo. Te tapas con una mano las dos antepenúltimas heridas, tu piel se abre como plastilina delante de unas tijeras de podar. Una nueva ola de sudor tibio cae por tu espalda mientras del caos de plumas negras que tienes delante vuelve a tomar forma el urogallo, luego te pones en pie y empiezas a dar pasos rápidos, con los puños cerrados y las aletas de la nariz batientes. El urogallo, a su vez, te va rodeando y acercándose a tí al mismo tiempo con movimientos rectilíneos. La sucesión de imágenes, gritos y texturas sobre la piel no aportan ninguna información coherente en esta parte de la narración, y sin embargo la cosa ha debido de ir bien porque al rato te encuentras con las manos volando directas al cuello mientras el pañuelo cosido al bolsillo se tensa bajo tus pies y sobre sus patas. Aunque no lo sepas, la maniobra para poner las piernas en esa disposición ha podido causarte un esguince, pero no te da tiempo para preocuparte demasiado porque una de sus patas se libera y un segundo después aparece una nueva sonrisa brillante en tu costado derecho. Evitas mirártelo, das una patada a algún lado. El urogallo cae, tú detrás, no ves el espolón. Tampoco lo notas. Acercas tu cara a su vientre y lo muerdes. Una nueva rasgadura en la clavícula. Ya está. Las manos se amoldan, toman posición y aprietan. Tres vértebras saltan de su lugar, en alguna parte. Permaneces a cuatro patas y miras a alguien al azar de la segunda fila. Hacia abajo no miras, sólo sigues apretando. Nadie se mueve ni habla, sólo tú. Gritas Halál. En tu lengua, no en la suya.
Muerte.
Halál. El sol brilla.